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EL HOMBRE DEL SOMBRERO NEGRO (2000)

El durazno tentaba con su piel suave y rojiza. Al contacto con la mano, se sentía firme, lleno de pulpa sabrosa y fresca. Nacho lo arrancó rápido y lo agregó a los que ya había capturado. Bajo el árbol, sus compañeros de todas las tardes de verano lo apuraban mientras vigilaban el frente y la retaguardia. Pero olvidaban el flanco izquierdo... Don Mansilla acababa de levantarse de su siesta sagrada y se disponía a reposar en el sillón de la galería. Cuando los vio...

- ¡Atorrantes! ¡Sinvergüenzas! ¡Salgan de ahí! ¡Los va a llevar el hombre de la bolsa!

Cuando los chicos ya iban corriendo a toda velocidad hacia el parque, sólo alcanzaron a escuchar algo… “de la Policía”. Pero el susto y la velocidad, eran mayores. Suponían que eso de avisar a la Autoridad no era tan cierto, pero nadie se animó a comprobarlo. Además, las frutas estaban en un terreno baldío que no pertenecía a Don Mansilla, aunque... era otro asunto que tampoco pretendían explicarle al iracundo vecino. En bermudas, bronceados y sudando, llegaron hasta la sombra de un gran paraíso en el parque del Ferrocarril.

- Les dije que teníamos que venir antes de las tres- exclamó Maxi, un poco enojado con sus compañeros.

- ¡Calláte, loco! ¡Mirá qué duraznitos...! - le respondía Lucho, repartiendo entre los cuatro.

- ¡Valió la pena... el susto! - decía Diego, casi sin recuperar el aliento aún.

Dicho esto, los amigos se dispusieron a merendar las sabrosas joyas del botín del baldío. El calor apretaba a los pueblos bonaerenses en la siesta de enero. Dos chicas en bikini cruzaban la ruta hacia la pileta del Club. Los ojos de Nacho relampaguearon -con su picardía marca registrada- y les chistó a los demás.

- Mirá Diego...- lo codeó Maxi, mientras sentía la tentación de reírse- la Vicky...

- ¿Y... qué?- respondió el aludido, sin interés, mirando hacia el pasto.

- ¿No es tu novia? - le preguntaba Lucho para burlarse.

- No. A mí me gusta tu hermanita- lo sorprendió Diego como única respuesta.

Atrapado en el chiste, Lucho le dio un empujón, que le hizo caer la gorra. Los tres rieron... menos Nacho, que había quedado inmóvil, con la vista fija a lo lejos:

- Guar... ¡Guarda!

Automáticamente, los demás miraron hacia atrás y todo sucedió muy rápido: arrojaron los restos de fruta en el hueco del paraíso y arrastrándose como lagartijas se dirigieron detrás de un gran tronco caído. La camioneta de la Policía, a paso de hombre, venía por la ruta asfaltada con rumbo al centro del pueblo. Ajeno a la presencia de los chicos y su pequeño delito, el Cabo sintonizaba la radio local para escuchar el programa de música del verano.

- ¿Qué más nos podría pasar ahora? - se decía en voz alta Maxi, preocupado y con el corazón latiendo a mil por hora.

- Y...-le respondía Lucho- que se largue a llover con todo...

- Salí... ¿Con este sol?

- Una sola cosa sería peor- dijo Nacho en un murmullo y señaló con el mentón hacia la curva del final del pueblo.

El silencio que se produjo era tan denso que se podía oír... Inconscientemente, los muchachitos continuaron hablando, pero en voz más baja, con temor. Las cigarras reanudaron su concierto estival mientras la temperatura aumentaba sobre la ruta.

***

Todos los chicos en edad escolar sabían a quién se refería Lucho aquella tarde en el parque. El pueblo entero conocía a Roque, el hombre solitario que vivía en una casita pequeña, más parecida a una casilla en la curva de la ruta. Mejor dicho, todo el mundo conocía de su existencia, pero poco se sabía de su juventud o antecedentes personales, incluso casi nadie podía identificarlo por su nombre completo. Se suponía que había trabajado rudo durante gran parte de su vida. Alguna maquinaria agrícola o industrial le habría jugado una traición, lastimándole una pierna que lo obligaba a caminar despacio y rengueando.

El ingenio popular y cierta malicia en algunas personas, aludían a Roque para asustar a los chicos, en especial si no comían todo el almuerzo o se negaban a dormir la siesta. Grandes y chicos bromeaban: "Te va a llevar Roque". Otras veces lo denominaban por uno de sus rasgos característicos: un sombrero oscuro que utilizaba durante todo el año. Por eso había adquirido el calificativo de: el hombre del sombrero negro. Cuando lo veían -desde lejos- muchos le gritaban, se burlaban y reían, imitando cómo caminaba o la forma de hablar pausada y ronca con la boca semicerrada y torcida. Pero si su presencia estaba próxima, el miedo podía más y los chicos huían desesperados a sus casas...

Así había pasado aquel verano de nuestra infancia. Como dice una canción española: "el otoño duró lo que tarda en llegar el invierno" y los chicos estaban cursando ya un nuevo año en la escuela.

***

El sol, brillante en el centro del cielo azulado, reinaba en las tardes de junio del pueblo tranquilo. Rayos tibios se filtraban hacia el comedor de la casa de Diego, que estaba terminando de pintar un mapa para las tareas escolares.

-Señora, ¿Está Diego? - alcanzó a escuchar en la galería. Era Nacho que venía a buscarlo "para dar una vuelta". Con una mano apoyada en el escobillón y secándose el dorso de la otra en el delantal, ella le respondió:

- Sí, pero cuidadito con hacer algún lío, ¿Eh?

Afuera, la siesta era tan desierta como en pleno verano. Sólo cambiaba el paisaje, con árboles sin hojas y el aire perfumado de citrus y pinares.

En la esquina, aguardaban los otros dos jóvenes soldados, compañeros de aventuras, sustos y corridas. Ocho zapatillas de diferentes marcas, pero todas gastadas, iban rozando el pavimento en busca de los objetivos de esa tarde.

- ¿Qué tienen planeado para hoy?

- Mmm, veremos, veremos...

- Y... a esta hora me vendría bien un poco de jugo de naranja... para hacer la digestión.

- A mí el jugo de naranja, me manda derechito al inodoro...

- Uf... eso es si lo tomás en ayunas...

- El otro día, mi mamá me mandó a comprar unas a lo de Leti...

- Bah, vos vas ahí para ver a la Vicky...

- Salí...

- ¿Y dónde hay naranjas buenas, che...?

- En lo de Mansilla.

- Negativo, en invierno no duerme la siesta. Su artillería nos alcanzaría antes de lograr alzarnos con el tesoro.

- Como con los duraznos... ¡Qué susto!

Siguieron bromeando y riendo, mientras cruzaban la plaza; cuando alguien preguntó:

- Y... ¿Para qué es buena la naranja en estos casos...?

- Te provee vitamina C.

- ¿Y?

- ¡Y…! ¿No te acordás lo que nos dijo la Señorita Rosita? "La vitamina C previene los resfríos y todas esas enfermedades del invierno"

- ¡Por eso hay naranjas en esta época!

- El mismo cuerpo fabrica las defensas con la vitamina C, ¿Entienden?

- Clarooo...

- ¡Eso es! - gritó Nacho, asustándolos -"fabrica", dijeron... ¡La fábrica! ¡Vamos!

El viejo establecimiento industrial, que había conocido la Gloria cuando producía accesorios para implementos agrícolas; ahora era sólo una ruina que en su extensa playa tenía malezas y alimañas de lo más variadas. A un costado del edificio que había funcionado como administración, aún existía un pequeño monte frutal que todavía ofrecía un buen caudal de naranjas, mandarinas y pomelos.

Los cuatro amigos estaban en el frente de la fábrica. Un amplio portón tenía sus hojas unidas con una gruesa cadena asegurada con candado. Sólo bastaba “palanquearlas” un poco para que sus cuerpos delgados pudieran cruzar entre ellas. Lo hicieron, luego de vigilar ambos lados. Entre las altas hierbas avanzaron, girando detrás de la construcción y comenzaron a caminar a lo largo de un tapial que dividía la playa del patio interior que hospedaba los frutales. Los naranjos, especial motivo de esta visita, eran en realidad viejos y elevados árboles. La mejor fruta -por supuesto- estaba en la parte más alta.

- ¿A quién le toca subir?- preguntó Nacho, que lo había hecho la última vez, durante la inolvidable excursión “a los duraznos”.

- A mí- dijo Diego, mientras se arremangaba los puños del buzo.

La distribución de responsabilidades y coordinación era muy rigurosa. El grupo o banda rapaz (como dirían algunas señoras del barrio) operaba como una organización horizontal e interdependiente, con sus especialistas en vigilancia, administración del tiempo y operación de mecanismos ingeniosos. Pero las tareas de riesgo -como la de trepar a recoger fruta- eran rotativas.

Junto a Diego, sus compañeros también habían rodeado el tronco del añejo naranjo, tratando de evaluar el mejor lugar para comenzar a subir. Era tal la concentración en el “operativo” que nadie advirtió en ese momento, la vieja silueta, oscura y oblicua, que avanzaba casi a los saltos, con dirección al centro... procedente desde la curva de la ruta.

Con gran esfuerzo y después de haber abrazado a una de las ramas principales con sus dos brazos y ambas piernas, pudo Diego estabilizarse en el árbol y, con cuidado, comenzó a ascender hacia la mejor fruta, la de la parte más alta. Había arrojado tres o cuatro, cuando a Lucho se le ocurrió que vendría bien tener un recipiente para ir guardándolas y se apartó del "grupo de operaciones" a efectos de hallar algún balde o cajón. Vio un pequeño galponcito y hacia allí se dirigió, caminando al lado del tapial que separaba el establecimiento de la vereda. Ante él había una desvencijada puerta de madera, atada al podrido marco con un alambre oxidado. Decidido a abrirla, levantó una pierna y en el momento en que iba a patear la tabla escuchó a su izquierda:

- ¡Salí de ahí!

Con los ojos tan grandes como su boca abierta, pudo ver por sobre el tapial una mirada gris y severa, dentro de un serio rostro, moreno, coronado por... ¡Un sombrero negro!

Veloz, como una laucha en la cocina, Lucho se lanzó en carrera entre los pastos altos, con los talones golpeando en su nuca.

- ¡Roque! ¡Viene Roque!

- ¡El hombre del sombrero negro! - exclamó alguien, nadie pudo agregar nada más... Todos corrieron hacia el extremo del tapial, olvidándose de las gorras, las naranjas y hasta a su propio compañero arriba del árbol.

Temblando de susto, Diego pensó que, si se arrojaba desde esa altura, con seguridad se quebraría una pierna… o dos. Por lo que trató de dominarse y descendió como pudo con la mayor rapidez y calma que le fueron posibles. Cuando se preparaba a saltar, logró ver lo que sus amigos no pudieron: un sombrero negro que parecía galopar sobre el filo del tapial... hacia el portón principal.

- ¡Dale...! ¡Vamos…! - se gritaban los chicos entre ellos, sin que pudieran verse mutuamente.

El recolector cayó y rodó por la hojarasca. Comenzó a correr cerca del tapial. Era un tramo muy largo y las malezas enmarañadas le impedían movilizarse con rapidez. De pronto, observó un pequeño hueco en los ladrillos y le pareció que podría ahorrar tiempo y alejarse más rápidamente si cruzaba por allí. Pensaba que sus compinches estarían justo del otro lado, o muy cerca. Quizás alguno aún no hubiera cruzado. Pero calculó mal... porque con la desesperación hizo que su hombro golpeara los ladrillos del flojo tapial y dos de ellos se desprendieran, aprisionándolo por sus costillas. ¡Qué miedo! ¡Qué apuro! Por más que intentara tirar, no podía zafar su cuerpo de ese agujero.

Sólo pudo gritar: "¡Espérenme!" Y se quedó mudo de sorpresa y espanto cuando sintió que unas manos lo tomaban de la cintura, mientras los dos o tres ladrillos se iban liberando. Segundos después, un poco dolorido, pero más sereno, se sacudió el polvo de su ropa con la visera de la gorra aún sobre su cara, y giró exclamando:

- ¡Lucho! Estabas acá... ¡Menos mal que...!

Pero Lucho, estaba lejos de allí, mirando desde el final del tapial. Espantados, él, Nacho y Maxi vieron a su compañero con la espalda pegada a la pared y frente a su delgado cuerpo, el hombre del sombrero negro que le ponía las manos sobre los hombros.

- No te asustes- alcanzó a oír el chico -¿Qué están buscando aquí?

- Na...ranjas- balbuceó Diego, aprovechando para observar muy de cerca al tan temido Roque. Si lograba salir vivo y sano, podría contarle a todo el mundo que el hombre del sombrero negro, no era tan flaco como parecía, además de ser alto y musculoso. Su voz no era tan gruesa y su mirada, en realidad, no daba tanto susto... al contrario: reflejaba inteligencia y hasta ternura.

El hombre, manteniendo uno de sus brazos por sobre el hombro del niño, comenzó a caminar a su lado renqueando hacia el lugar de los naranjos. En el trayecto, le explicó a Diego que había visto a uno de sus amigos queriendo abrir la vieja puerta de tablas del galponcito y le comentó que -como él había trabajado ahí siendo joven- conocía que esa piecita tenía un piso de madera ya muy podrida y quizás si Lucho hubiera entrado podría haber caído al sótano y lastimarse. Por eso, sólo atinó a gritarle "¡Salí!" cuando éste se asustó y comenzó a correr. Ya junto al naranjo, el hombre del sombrero negro estiró sus brazos musculosos y con un bufido y una sonora queja sacudió el tronco, haciendo estremecer toda la planta.

Más de una docena de naranjas maduras, cayeron con sordos golpes sobre el espeso colchón de hojas secas. Por lo visto, ese hombre también tenía mucha fuerza, aunque su cuerpo fuera torcido y caminara rengo. Diego sonreía al ver todo esto y vio cómo se acercaban lentamente sus intrigados compañeros. Él los animó con una seña y se los presentó a Roque, quien a partir del momento fue considerado un nuevo amigo.

Con una sonrisa, el hombre del sombrero negro y mirada clara, saludó a cada uno apretándoles la mano mientras les decía:

- Cuídense...- y luego siguió su camino hacia el centro.

Los muchachos, con su buena provisión de naranjas, se dirigieron al paraíso del parque del Ferrocarril. Habían aprendido que a las personas hay que conocerlas bien, antes de comentar cosas sin saber si son ciertas; y que toda burla está de más. Así supieron que, compartiendo más tiempo con la gente, se pueden encontrar nuevos y verdaderos amigos.

FIN

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